LA CIVILIZACION,
FORMA SUPREMA DE LA ECOLOGIA DINAMICA
Del suelo, al hombre, a través de la hierba.
Después de nueve años
de esfuerzo la última obra de la serie:
Productividad de la Hierba,
Suelo, Hierba, Cáncer,
Dinámica del Pasto,
ha terminado (…)
He aquí, pues, terminados
los tres elementos de este trabajo.
Por otra parte, al
final de la presente Dinámica del Pasto,
me parece oportuno examinar brevemente algunas de las enseñanzas generales que
se desprenden de este libro, y que se apoyan en las dos obras precedentes.
El carácter ecológico particular del hombre.
(…) En la presente
obra hemos estudiado la adaptación de la flora pratense al medio y a sus
variaciones. Se trata de una adaptación «pasiva», que representa una de las
formas de la ecología dinámica.
Pero creo que los ecólogos
han descuidado el «carácter ecológico» particular del hombre. Es notable que
nos encontremos frente al único ser vivo capaz de modificar intencionadamente y de una manera «activa» su medio para adaptarse a él.
El milagro y la catástrofe de la civilización
mediterránea.
Esta adaptación
«activa» consiste no solamente en reaccionar frente a lo que Taynbee (1946)
llama los desafíos de la Naturaleza, sino en prevenirlos. Se trata, con
respecto al hombre, de modificar de la manera más favorable posible la asociación
Suelo-Planta-Animal-Hombre.
(…) Cuando la
transformación del medio por el hombre está mal conducida, acarrea la
desaparición de las civilizaciones más florecientes. Entre los años 15.000 a 9.000 antes de J. C., el calentamiento
del clima obligó a los pueblo a abandonar las praderas saharianas (y
otras) para marchar hacia el inmenso bosque postglaciar que rodeaba el
Mediterráneo.
El magnífico equilibrio
establecido entre el suelo y el hombre en las riberas de Creta, de Grecia y de Asia
Menor, parece haber tendido a hacerse cada vez más difícil de mantener entre
los siglos VII y V antes de nuestra era.
Se agotó el suelo ya
roturado. Más tarde se abatieron los bosques, esperando aumentar más la superficie
de los suelos cultivables; este desequilibrio de la Naturaleza solarmente sirvió
para ayudar a terminar de destruir, con la erosión, los suelos agotados. En una
palabra, se practicó la ecología dinámica destructora.
La huida, forma de adaptación pasiva de las masas
humanas.
A esta ecología dinámica,
de apariencia activa, pero que no era más que un esfuerzo desesperado, siguió
la forma pasiva de adaptación, tan conocida en la historia: la huída. Se abandonaron las tierras
que se habían arruinado para ir a arruinar otras más lejos. Después de haber
agotado el suelo de Grecia, se marchó a agotar el de Sicilia; más tarde, el de Italia
meridional. Después del Líbano y Palestina fue África del norte.
La civilización mediterránea,
madre de nuestra civilización actual, habría desaparecido si los hombres de esta
época no hubiesen podido, ir a establecerse en otras tierras aún no roturadas
en el noroeste de Europa.
Pero en la actualidad
no hay «huida» posible, ya que casi todas las tierras están ocupadas, agotadas
o inutilizables.
Nuestra
civilización no podrá mantenerse ni prosperar si no sabemos practicar la ecología
dinámica constructiva que permita al hombre vivir en simbiosis con el suelo,
sin destruir el equilibrio del mismo.
Así, pues, nos
parece interesante examinar los dos factores que pueden conducir a la destrucción
de la armonía entre los elementos del suelo. El primero contribuyó siempre a
arruinar las civilizaciones. El segundo entró en juego por, primera vez en
nuestra poca y fue siempre ignorado por todas las civilizaciones precedentes.
EI abono orgánico humano de las ciudades
gigantescas no vuelve al suelo.
En el transcurso de
la época de decadencia de las civilizaciones, la destrucción del suelo estuvo
siempre impulsada y aún acelerada por el absentismo de las masas humanas, que
abandonaban el campo para ir a amontonarse en las ciudades.
Como lo ha señalado
admirablemente Spengler en su Decadencia de Occidente, el fin de las
civilizaciones se caracteriza por la concentración de la mayoría de la población
en gigantescas metrópolis: Babilonia, Atenas, Roma, Bizancio (antiguamente), Londres.
París, Berlín, Nueva York (actualmente).
Esta monstruosa concentración
urbana ha privado y priva al suelo de la mayor parte del precioso abono orgánico
humano. A falta de este alimento, los organismos del suelo son cada vez menos
activos.
La falta de humus reduce las cantidades de
elementos asimilables del suelo.
De ello resulta un
agotamiento del suelo en humus y una disminución de los elementos asimilables,
incluso si los elementos totales están presentes en cantidades relativamente importantes.
El alimento carenciado, así producido, disminuye la energía y la vitalidad de
las poblaciones.
Este no-retorno de
los excrementos de las poblaciones ciudadanas ha desempeñado probablemente un
enorme papel en la ruina de las civilizaciones.
Es lo que Spengler
y otros filósofos de la historia han olvidado señalar cuando muestran el paralelismo
entre el desarrollo de las inmensas metrópolis y la decadencia de las civilizaciones.
A este fenómeno
general, se añade un fenómeno nuevo que
no había aparecido nunca en las demás civilizaciones.
Nuestra civilización
occidental conoce un fenómeno desconocido hasta ahora por el resto de las civilizaciones
anteriores, fenómeno de incalculables consecuencias, que, según nuestra opinión
puede ser excelentes o catastróficas. Este fenómeno es el empleo de abonos minerales con el fin de aumentar el rendimiento
de las cosechas.
Me he
preguntado muchas veces si este empleo de abonos no sería en realidad una
especie de «huída» hacia otras tierras.
El hombre ha creado
nuevas superficies cultivables virtuales
mediante los abonos minerales: producir, merced a estos abonos, 50 quintales de
trigo por hectárea, allí donde no se producían más que 10, significa prácticamente
colonizar cuatro hectáreas de nuevas tierras.
Ya no podernos pasarnos sin los abonos
minerales.
El empleo de los abonos
minerales representa uno de los mayores progresos de la humanidad, tan
importante y de consecuencias mucho mayores como el descubrimiento de los automóviles
o de los cohetes interplanetarios. Nadie puede discutir que estos abonos han
permitido un considerable aumento en la producción y un descenso en el precio
de coste de los productos alimenticios. Han contribuido, pues, a la elevación
del nivel de vida.
En muchos casos, si
han sido bien utilizados, los abonos minerales pueden asimismo mejorar la
calidad de los productos. Pero pueden
tener también graves consecuencias.
Las "hambres clandestinas" de los
pueblos.
El empleo de los
abonos minerales, si se realiza de manera poco prudencial, como generalmente
suele ocurrir en la actualidad, puede
ocasionar graves desequilibrios en el suelo, reduciendo las cantidades asimilables
de ciertos elementos minerales, Ahora bien, estas cantidades ya han sido reducidas,
como ocurrió al final de otras civilizaciones, por el hecho de la disminución
de la intensidad de vida de los organismos del suelo, privados del retorno del
excremento humano de las gigantescas metrópolis modernas.
De esta forma se
crean carencias «clandestinas», tan peligrosas para el hombre y para las
civilizaciones como las verdaderas hambres: en efecto, estos desequilibrios o
estas deficiencias en elementos minerales alterarán profundamente el metabolismo
de las células del hombre. (…)
El lento agotamiento de la energía de los
pueblos.
Los historiadores,
con justa razón, demuestran cómo fueron desapareciendo las civilizaciones tan pronto
como arruinaron su suelo (…) Pero, quién podría decirnos en qué medida estos
suelos, antes de ser destruidos por la erosión, no sufrieron primero un
agotamiento «clandestino» de magnesio o de cobre asimilables? A este
agotamiento progresivo del suelo, no correspondería una lenta decadencia, física
y moral, de los hombres cuyos antecesores habían creado en otros tiempos potentes
y prósperos imperios?
Esta pregunta podrá
parecer osada; pero, no obstante, la experiencia de un gran bioquímico inglés la
presenta como muy real.
Estudiantes y pueblos indisciplinados.
Hopkins (premio
Nobel y profesor de Bioquímica) fue llamado un día en consulta a un pensionado.
El director se quejaba de que sus alumnos se habían vuelto, hacia ya un año, indisciplinados
y nerviosos, mientras que hasta entones habían sido siempre muy dóciles
El sabio inglés
buscó la causa alimenticia de este nerviosismo y la encontró: el cierre de una
tienda, situada frente a la escuela, en la que se vendía fruta. Los alumnos,
con sus pequeños ahorros, buscaban en ella regularmente melocotones o naranjas,
completando así sus necesidades de vitamina C que faltaba en la alimentación de
la escuela, compuesta, sobre todo, por carnes hervidas, conservas, confituras,
etc. Hopkins aconsejó al director que añadiese frutas y diversos alimentos crudos
a la alimentación de los alumnos. Todo
volvió a estar en orden: la escuela recuperó su calma y su disciplina.
Si todo un pueblo
se ve privado de vitamina C en su alimentación, se volverá tan nervioso e
indisciplinado como el grupo de alumnos de que acabamos de hablar. Esta
indisciplina es característica en la historia del fin de las civilizaciones.
El empobrecimiento de
la alimentación en vitamina C puede procede r de mue-has causas, especialmente
del hecho de que frecuentemente la alimentación de la población de las grandes
ciudades puede contener mucha menor cantidad de dicha vitamina que la de los
habitantes del campo, poseedores de huertos.
EL agotamiento del suelo desgasta lentamente
al hombre.
Lo que nos interesa
aquí es la relación ecológica entre el hombre y el suelo. Ahora bien, sabemos
que el metabolismo de la vitamina C está bajo el control de enzimas que,
directa o indirectamente, son controlados por el cobre.
Por otra parte, es
sabido que cualquier deficiencia del suelo en cobre asimilable altera diversos
mecanismos fundamentales de la vida. No es, pues, osado suponer que una
deficiencia del suelo en cobre asimilable pueda causar efectos muy parecidos a
los producidos por una carencia de vitamina C, puesto que ésta no podría cumplir
ya sus funciones.
Sabemos además que
la f alta de cobre en la alimentación de la madre gestante crea en el niño que
ha de nacer perturbaciones del sistema nervioso.
Otra carencia cada
vez más corriente de nuestros suelos es la del magnesio. Los animales carentes de
magnesio se vuelven excesivamente
nerviosos e hiperexcitables mucho antes de que sean atacados por la parálisis.
Asimismo, cada día se descubre en el hombre mayor cantidad de enfermedades
nervios causadas por carencias de magnesio
La influencia del suelo sobre la psicología de
los pueblos y especialmente sobre su combatividad.
Podremos así
comprender mejor que un agotamiento «clandestino» del suelo en cobre y en
magnesio, debido a sistemas de cultivo defectuosos puede modificar en un sentido
desfavorable la psicología de los pueblos hacia naciones hiperexcitables, nerviosas
e ingobernables, como ocurre siempre en las épocas de civilizaciones
decadentes.
Los pueblos que no
han sabido vivir en una feliz asociación ecológica con su suelo, y lo han
agotado, verán disminuir lentamente su fuerza moral y psíquica mucho antes de que
puedan aparecen los signos visibles de la destrucción del suelo.
El gran bioquímico
Abderhalden ha titulado uno de sus libros: Los vestigios de ciertas sustancias
determinan nuestro destino. Digamos, generalizando: Los vestigios de ciertos elementos de1 suelo determinan el destino de los
hombres y de las civilizaciones.
El "homo mechanichus" ha perdido el
sentido del suelo.
Es lo que,
desgraciadamente no ha comprendido todavía el hombre moderno: el «Homo mechanichus» no se preocupa en absoluto
del suelo que produce sus alimentos. Lo que quiere es un alimento lo más barato
posible.
El hombre de la
ciudad ejerce una considerable presión sobre el hombre del campo, para que éste
produzca más y a menor precio. Hemos dicho que los abonos químicos ayudan
notablemente a obtener tal resultado. Pero también
hemos señalado que estos mismos abonos, si se emplean mal, pueden crear en el suelo
graves deficiencias en elementos minerales asimilables.
Ello acarreará, finalmente,
peligrosas carencias en el hombre y el agotamiento de sus fuerzas morales y físicas.
Esta actitud de las masas ciudadanas corresponde, cuando es acentuada, a un
verdadero suicidio biológico.
El hombre no puede sobrevivir más que asociado
al suelo, y no como parásito suyo.
El porvenir de
nuestra civilización, mecanizada y sometida a la química, depende de la forma
en que sepamos concebir la ecología dinámica. Debemos aprender a dominar
nuestro medio ambiente sin destruirlo.
Se trata de que el hombre
viva, no como un parásito del suelo, sino en asociación con los elementos vivos
de este suelo: De
la vida del suelo depende la vida del hombre y de las civilizaciones.
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Muy buena reseña
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